martes, 30 de diciembre de 2008

Crono

Nuestro amor dura dos horas. Durante ciento veinte minutos nos enredamos, encajamos y jugamos a los artistas circenses. Luego te abrazo. No te vayas, quédate conmigo. Nos erizamos. Miras al infinito mientras me dictas tus pensamientos en morse. Nos callamos, durante minutos. Silencio. Me aprietas el brazo. No quieres soltarlo. en ese momento me prefieres, lo sé. Y cierro los ojos y juego a que no vas a dudar, a que no vas a dejar de hacer fuerza, a que no vas a permitir que me evapore entre tus piernas y ya no esté. Pero dejas de apretar, y sé perfectamente que ya te has ido, que ya no estás aquí. No me imagino chupando otra cicatriz, aunque fuera de verdad la consecuencia de una noche de chicos duros en el Bronx. No somos relevantes, somos tú y yo, aunque podíamos ser otros. Nuestro tiempo podría tener otros dueños, ciento veinte minutos, podían ser días. Y me quedo aquí mismo, tumbada, mirando como vas despareciendo, como te vas haciendo transparente; como dejas de apretar mi brazo para irte, sin recordarme, sin mirar.

Conocí las reglas del juego a tiempo. Sé que los años pesan y que el recuerdo de lo que fué, aunque ya no sea; tiene más puntos. ¡Sálvate pues! e intenta borrar mi firma con ácido, con alcohol; hasta que duela, hasta que sangre, hasta que puedas desprenderte de mi olor, hasta que los ciento veinte minutos desaparezcan, hasta que puedas escupir a Gilda a la cara. Ya está. Ya fué. Yo también sufro de amnesia voluntaria. Cada segundo se va deslindando de la imagen. Y yo desparezco. No estoy. Sufro la resaca entre voces silenciosas que no dura más de dos horas, como tu y yo de cerca.

Nunca te amé, sólo amo los minutos que compartimos, querido Crono, señor del tiempo, es por ti por quien suspiro, con quien juego a tener derecho a pedir, ciento veinte minutos más. Hoy, ayer y cuando sea.