Recuerdo el día en que descubrí que era hija del hombre de hierro. Extrañada y atemorizada, por el frío metal que me congelaba las venas cuando intentaba estrecharle la mano; decidí vagar por los caminos en busca de un traje de terciopelo. Debería rescatar del fondo del armario la ropa de los abrazos. Debe de ser que la tiene sepultada por los trastos, o quizás es que no existe.
Tras años confeccionando, tejiendo e hilando camisas de besos que eran amontonadas en el recibidor, decidí intentar acostumbrarme al frío y lanzarme a la deriva de gestos y palabras glaciales. Intenté nadar entre copos de nieve y estalactitas afiladas, apretando los labios para evitar, en la medida de lo posible, que se me congelara el corazón. Así somos, y probablemente, jamás te hubiese elegido; aunque en el fondo, al candor de mis entrañas, te descubra avivando las brasas. Sé que me prefieres sobre todas las mujeres y no lo discuto, siempre fueron más suaves mis brazos sin anhelo, mis largos brazos de terciopelo.
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1 comentario:
Me gusto este texto.
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